Armando Zerolo | 22 de junio de 2021
Entre los falsos aprobados y las violencias auténticas, nacionalistas, xenófobas y separatistas hay una relación directa que nuestros gobernantes maternalistas no quieren asumir, pero es su responsabilidad.
La primera palabra que viene a la boca de un niño con ínfulas de adulto es: «¡no es justo!». No es justo un plato de lentejas, no es justo irse a dormir y no es justa una regañina. Lo dicen con cara de querer quemar todos los contenedores del mundo, como si la única llama que pudiese calentar el frío helador de la injusticia recibida fuese la del plástico quemado, esa especie de cirio Pascual, de rito sacrificial que es capaz de absorber todos los males del mundo.
Es muy fácil confundir las expectativas con el débito real, y uno puede acabar exigiendo con plena convicción aquello que soñó en una aburrida tarde de verano. El «no es justo» que sale de la boca de un niño está provocado por llevarle la contraria cuando no se lo esperaba. Quería jugar, pero toca bañarse; quería dormir, pero hay que ir al cole; no quería dormir, pero es la hora. A un niño no le gusta que le lleven la contraria, y es obligación del adulto llevársela, que se de de bruces contra una voluntad más grande que la suya, que experimente la herida del fracaso, que su pequeño reino del que él solo es tirano se vea reducido a cenizas una y otra vez. Que arda en llamas su palacio de marfil y que se avive la llama de su corazón para que se le quiten las ganas de quemar los contenedores del mundo.
Cada vez que un niño pasa de rositas por encima de sus dificultades, arde un nuevo contenedor en la vía pública
Cuando un niño se cae al suelo, si el porrazo no es fatal, lo primero que hace es medir la magnitud del accidente en el rostro del adulto que le acompaña. El niño cae, se incorpora, alza la mirada y espera. Son instantes en los que se juega el destino del Universo. Si el adulto se compadece en exceso, si le llora la heridita, y corre a levantarle, el niño romperá en un llanto autocomplaciente que aventura las futuras tempestades que el pequeño tirano provocará. Si, por el contrario, el adulto sonríe, le aplaude, y le invita a levantarse, el niño saldrá disparado hacia los columpios y seguirá jugando como antes, pero un poco más seguro y fuerte, y con menos ganas de prenderle fuego a su casa. Está en la responsabilidad del adulto que el niño perciba el mundo como un lugar agradable y seguro, pero para eso el pequeño tiene que encontrarse con unos ojos seguros y compasivos a los que mirar cuando se produce el tropiezo, y una voz que le diga «¡No pasa nada, venga, levántate!».
Los adultos de ahora, que son los responsables de los mayores del mañana, tienen un rostro compasivo, y un fondo cobarde. Generan expectativas falsas regalando títulos y medallas que no responden a nada cierto. Las piñatas son el espectáculo más lamentable que he visto como padre: tantas bolsas como niños, y el padre repartiendo una a cada niño. Nada de batallas y mordiscos por el suelo, de llantos y lamentos, de abusones y perjudicados. Los partidos de fútbol ya no se pueden ganar, todas las medallas son iguales y aquí no suspende nadie.
La generación «mejor preparada» gracias a las peores leyes educativas de la historia es la generación más quejica, llorona, violenta y conformista que figura en los anales de nuestra memoria. Acumulan tantos títulos como horas de sopa boba, y entre copa y copa, para aliviar el aburrimiento de sus almas aburguesadas, rompen un par de escaparates y prenden fuego a la basura, quizás porque la basura tiene la carga simbólica de representar esa parte de nuestra propia vida que no nos han enseñado a comprender.
Admiro a todos los contenedores del mundo, esos sencillos recipientes tan poco glamurosos que, desde que salen de la fábrica, saben que van a llenarse de todas las inmundicias del mundo. En ellos está la gloria. Hay cosas que nacen para el éxito, y otras que nacen para el fracaso. Unos nacen verdugos y otros víctimas, unos queman y otros arden.
Ojalá un amigo, padre, profesor o legislador que, como Óscar Wilde, nos diga como al mimado de Alfred Douglas: «todavía tienes que aprender que la prosperidad, el placer y el éxito pueden ser un grano duro, vulgar y fibroso, mientras que el dolor es lo más sensible de la creación. La tierra es sagrada allí donde hay dolor».
Las rosas se convierten en estiércol, y la urea de los orines reverdece los pastos. A veces nos confunde tanto sentimentalismo y, con resentida compasión le hacemos un pedestal al último eslabón de la cadena de la vida. Nos da por poner un retrete en un museo o un contenedor en la Avenida de Gracia, el dolor en el lugar del placer, y el fracaso junto a la gloria. Somos tan ñoños que, ante la intuición de que detrás de un suspenso hay algo interesante, lo convertimos en un aprobado, y hacemos elogio del fracaso. Desnaturalizamos así el aprobado, privándolo del premio del hallazgo y del placer del esfuerzo conseguido. Nos cargamos al niño, confundiendo el camino con el destino, y dejándolo varado en una cuneta que es tan ancha como larga.
Entre los falsos aprobados y las violencias auténticas, nacionalistas, xenófobas y separatistas hay una relación directa que nuestros gobernantes maternalistas no quieren asumir, pero es su responsabilidad. Los suspensos ya no son el criterio para pasar de curso porque el fracaso hace tiempo que dejó de ser parte de la vida. «No te preocupes, que si te caes, yo te levanto», y cada vez que un niño pasa de rositas por encima de sus dificultades, arde un nuevo contenedor en la vía pública.
Malas políticas que provocan desigualdad, talentos que no tienen cabida en nuestro país y falta de calidad educativa. Así es la enseñanza en España.
Cuando se vaciaron los colegios, no se empezó a hablar de cómo afrontarían los niños estas semanas, ni en qué condiciones estarían en sus hogares. La mayor preocupación ha sido la de evaluarlos.